En el camino
Maratón de poesía

Cuando Esteban Hincapié me convidó a participar ―o sea, gratis― de una maratón de poesía para celebrar los 33 años del restaurante y café cultural Casa de Citas, me preparé a conciencia. Toda la semana medité y troté maquinando lo que haría esta vez.

Días antes, el poeta Joaquín Mattos había compartido una reflexión en el Facebook acerca de los recitales de poesía, lamentando que ahora se favorezca más la cantidad que la calidad, y calificando de “abominables” las maratones poéticas. Janet Núñez lo respaldó comentando por qué desde hace años decidió no aceptar más invitaciones a leer: “Me hartaba escuchar metralla y me hartaba disparar mi metralla contra gente que ya venía muerta al recital”.

El internauta “Leer La Llave La Nave” caracterizó estas maratones como una suerte de karaokes verbales que “se prolongan durante interminables horas, para regocijo de los lectores que se sienten estrellas mientras leen, pero especialmente para los dueños de aquellos establecimientos que ven multiplicadas las ventas de bebidas embriagantes, tapitas y comidas mayores”.

En mi época universitaria, recelé de las famosas lecturas de poesía. Si quería leer poesía lo hacía en mi cuarto, bajo un árbol o en la biblioteca, no en un auditorio o en una taberna. Leer poesía requiere absoluta intimidad, y un recital de poesía puede ser muchas cosas, excepto un espacio de absoluta intimidad, pues allí confluyen y se contraponen las más diversas voluntades: las de lxs presuntxs poetas que esperan ser escuchadxs, la de quien va por acompañar a un amigo o hacer un levante, la del que pasó por ahí de casualidad, las de quienes solo querían tomarse una birra, o las de quienes no tienen ánimo para nada peor en ese momento.

Cuando ALMAC N AC STA obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven en el 93, empecé a leer en público. La escena poética reclamó mi presencia y de nada me sirvió decir trágame, tierra. Lo grave fue que me quedó gustando. Entendí la urgencia de les poetas por salir de su aislamiento y revelar en segundos lo que han escrito durante años, dando voz a su silencio. Descubrí que el ejercicio poético es un festejo, que es indispensable el canto, la resonancia de las sílabas, y que a las lecturas también asiste gente con la genuina disposición de escuchar. En ese caso, las circunstancias, en vez de malograr, propician el encuentro entre el poema y el oyente, y la oralidad imprime expresión y calidez a los versos. La confianza en que, sin que uno mismo lo advierta, se realice el prodigio de que los poemas al exteriorizarse se interioricen, justifica el riesgo de naufragar o descollar en un recital.

Me volví un poeta performer, esto es, uno que hace de cada lectura un acto escénico intempestivo, litúrgico y experimental. En esa vía he ensayado, improvisado, danzado, entonado y desafinado. Me he descalzado, ataviado, quitado la camisa y desnudado. He memorizado, masticado, devorado, inhalado y exhalado los textos. He hablado en lenguas y proferido versos que no pertenecen a ningún idioma. Me han arrojado tomates, granos de maíz y de arroz, pétalos de astromelia y semillas de calabazo.

Bogotá, octubre 11 de 2025

https://www.elespectador.com/opinion/columnistas/jgalancasanova/maraton-de-poesia/